"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

sábado, 21 de enero de 2017

Leonidas, el diamante negro que enamoró en Francia

El 5 de junio de 1938 la ciudad de Estraburgo amaneció encapotada. El día anterior había caído una monumental tormenta y los aficionados al fútbol miraban el cielo con preocupación pensando en el partido del Mundial que se iba a disputar esa misma tarde en el estadio Meinau. Se enfrentaban Brasil y Polonia. Una selección brasileña con ansias de triunfo después de haber hecho un mal papel en el primer mundial celebrado en Uruguay en 1930 y de caer eliminada en Italia en 1934 en el partido de su debut ante la España capitaneada por el legendario portero Zamora.

De hecho, los brasileños eran los únicos representantes sudamericanos en el Mundial de Francia, ya que los uruguayos se habían vuelto a negar a jugar en Europa como respuesta a la ausencia de la mayoría de las selecciones europeas (sólo acudió Francia) en su mundial de hacía 8 años y a la decisión de Jules Rimet de jugar este tercer mundial en Francia cuando le tocaba a Argentina organizarlo. El caso es que el presidente de la FIFA pensó, ante la inminencia de una nueva guerra en Europa, que este sería el último Mundial que se disputaría y quiso que fuera su país el que lo acogiera. La respuesta: una deserción masiva de los países sudamericanos.

El caso es que Brasil había reunido una gran selección, con una gran mezcla de jugadores jóvenes y veteranos donde la punta de lanza era un artista de 25 años llamado Leonidas da Silva al que acompañaban, entre otros, el delantero Tim, el centrocampista Brandao o el defensa Procopio. Tal era la necesidad de los brasileros, que su entrenador, Ademir Pimenta, había llevado jugadores distintos para confeccionar dos equipos: uno para jugar al ataque (el blanco) y otro más defensivo y rocoso (el azul).

En los dos tenía cabida Leonidas, un delantero centro preciosista, amante del fútbol espectáculo que en Francia acabaría por convertirse en el primer gran referente del fútbol samba que a partir de este instante sería la seña identidad de la canarinha. De hecho, fue uno de los primeros jugadores de fútbol que quedó en la retina de los aficionados y que adquirió el estatus de estrella.

De él decían algunos técnicos, jugadores y aficionados que era rápido como un galgo, ágil como un gato y parecía estar hecho de goma en vez de carne y hueso. Además, era infatigable, siempre buscaba el balón, no tenía miedo, se movía continuamente y nunca se rendía. También destacaba porque disparaba desde cualquier posición y compensaba su poca estatura con una agilidad excepcional, contorsiones increíbles y acrobacias imposibles. De hecho, al diamante negro algunos también le llamaban el hombre de goma.

Además, fue de los primeros en utilizar un recurso que no inventó, pero perfeccionó y popularizó: la chilena. De hecho, cuentan que anotó un tanto de chilena en el Mundial y el árbitro estuvo a punto de anularlo porque no estaba muy seguro de si esa técnica de golpeo de la pelota era legal o no. Pero no adelantemos acontecimientos…

A las 5 de la tarde del 5 de junio de 1938 no llovía en Estrasburgo, pero el campo era un auténtico barrizal. Los polacos miraban el terreno de juego y veían en él un aliado y una oportunidad única para apear a los brasileños (los europeos se habían clasificado para el Mundial ganando una eliminatoria previa a Yugoslavia: con un clarísimo 4 a 0 en casa y una derrota por la mínima fuera).

Pero Leonidas no compartía esa opinión y a los 18 minutos adelantó a su equipo con un disparo cercano. Los polacos reaccionaron y empataron de penalti sólo 3 minutos más tarde, pero los brasileños empezaron a jugar el balón y a crear ocasiones claras y anotaron 2 goles más antes del descanso para dejar el partido más que encarrilado. Sin embargo, nadie esperaba encontrarse ante uno de los partidos más bellos de la historia de la Copa del Mundo.

Un tal Ernest Wilimowski pretendió discutirle la supremacía y el protagonismo a Leonidas y anotó 2 tantos preciosos para empatar el partido en apenas un cuarto de hora. Cuando Brasil se recuperó de la sorpresa y del mazazo reaccionó con un gol de Peracio y se echó a dormir. Entonces volvió a aparecer Wilimowski para empatar a 4 en el último minuto del encuentro y mandar el partido a la prórroga.

Los 13.500 espectadores que habían desafiado el mal tiempo para presenciar el partido no se podían creer lo que veían y deseaban fervientemente que tamaño espectáculo no terminara nunca. Pero Leonidas no debió pensar lo mismo y nada más comenzar la prórroga decidió solventar la difícil papeleta. Ante lo pesado de un campo totalmente embarrado decidió quitarse las botas y jugar descalzo (eso cuentan unos, mientras que otros aseguran que la bota se le escurrió cuando remataba)y el primer balón que cazó dentro del área lo metió para dentro e hizo el 5 a 4 para Brasil. Cuando el árbitro se dio cuenta de que iba descalzo ya era tarde para anular el gol y sólo pudo obligarle a calzarse de nuevo. Ya no importaba, porque Leonidas anotaría con botas la sexta diana de su equipo, la que los hacía respirar y casi clasificarse para la siguiente ronda. Aún aparecería una vez más Ernest Wilimowski para meter el miedo en el cuerpo de los cariocas a falta de dos minutos para el final anotando su cuarto gol particular y el quinto de su equipo. ¡Y aún envió el polaco Erwin Nyc un balón al larguero con el tiempo cumplido! Pero la suerte estaba echada: Brasil seguía adelante y Polonia se quedaba en el camino.

Leonidas tenía ante sí la oportunidad de consagrarse como el mejor jugador del torneo, el máximo goleador de la competición y, por qué no, ayudar con su clase y sus goles a que Brasil se proclamase por primera vez campeona del mundo. Pero antes los brasileños debían medirse a la peligrosísima Checoslovaquia, una selección rocosa y competitiva que tenía por estrella a su delantero Nejedly, uno de los máximos goleadores del torneo anterior, Italia 1934.

Pimenta formó a su equipo azul y el partido pronto se convirtió en una batalla campal que pasaría a la historia como la Batalla de Burdeos. El brasileño Zeze Procopio se tomó al pie de la letra las consignas de su seleccionador (le había dicho que Nejedly no debía tocar ni un solo balón) y le partió un tobillo a la estrella checoslovaca a los 12 minutos de partido. El checo se mantuvo en el campo (no habían cambios entonces) e incluso marcó el penalti que permitía a su equipo empatar el choque después del tanto del maestro Leonidas. Después sería Planickale quien acabaría en el hospital con la clavícula rota. En medio, el colegiado expulsó a dos brasileños y a un checo antes de dar por finiquitado el encuentro con el 1 a 1 final, lo que obligaba a repetir el partido dos días más tarde con numerosas bajas en ambos equipos (entre lesionados y expulsados).

El seleccionador carioca sólo alineó dos jugadores supervivientes de la Batalla de Burdeos en el desempate: el portero Walter y Leonidas, que había maravillado a todos con un regate de su invención que ahora está muy de moda, la bicicleta. Brasil apostó por el equipo blanco, jugó al ataque y ganó. Cómo no, Leonidas hizo el primero de los dos goles que darían el pase a su selección a las semifinales del torneo (2-1). Ahí esperaba la campeona del mundo: la Italia comandada por Pozzo desde el banquillo y por Meazza en el terreno de juego.

Tras el choque ante los checos, el periodista de la prestigiosa revista Paris Match, Raymond Thourmagen, escribió: “Ese hombre de goma, en el suelo o en el aire, posee el don diabólico de controlar el balón y lanza chutes violentos cuando menos se espera. Cuando Leônidas marca un gol, uno cree estar soñando.

A esas alturas de campeonato, las cosas estaban muy claras: Italia era la actual campeona del mundo, defendía título y lo hacía en Europa, tras eliminar a los anfitriones, los franceses, mientras que Brasil era la gran favorita del torneo, una selección llamada a hacer historia y conquistar su primer Mundial en continente enemigo. 

Así lo debió pensar el seleccionador brasilero, Ademar Pimenta, quien, ni corto ni perezoso, decidió reservar a Leónidas, Tim y Brandao, sus tres mejores jugadores, para una hipotética final. Una de las versiones dice que Leónidas estaba lesionado y sus compañeros andaban cansados y un poco tocados tras la prórroga ante Polonia y el partido de desempate ante los checoslovacos, pero otra versión habla de la prepotencia de Pimenta, que quiso reservar a sus mejores jugadores para una hipotética final, a la vez que lanzaba el mensaje a los italianos de que no necesitaba a sus figuras para apearlos del torneo. Para completar esta otra versión, un dato real: los brasileños habían reservado sus billetes de avión para volar a París a disputar la final.

Sea como fuere, Italia estaba más que dispuesta a aprovechar los regalos. El astuto Pozzo alineó su once de gala, con Meazza como motor del equipo en ataque y la férrea disciplina táctica que ya en aquellos años los caracterizaba. Los transalpinos se hicieron con el mando del partido desde el principio. Controlaron el juego en la primera mitad y, al poco de iniciarse la segunda, un gol de Colaussi abrió el marcador. Los brasileños no reaccionaron y, diez minutos más tarde, Meazza puso el dos a cero en Marsella. A falta de tres minutos para el final, Brasil anotó de penalti un gol que sólo sirvió para poner un poco de emoción a los minutos finales.

A la postre, el cuadro brasileño tuvo que viajar, pero no a París, sino a Burdeos, donde se mediría a Suecia por el tercer puesto, mientras los italianos marchaban triunfantes a París donde conseguirían ante Hungría su segundo mundial consecutivo.

Allí en Burdeos, y una vez sobrepuesto de la decepción de caer en semifinales, Leónidas decidió que aún no había acabado el Mundial para él y, tras los dos tantos suecos, su compañero Romeu recortó distancias y él mismo se encargó de empatar y poner a Brasil por delante con dos golazos marca de la casa. El partido acabó cuatro a dos para Brasil, que acabó tercera, Leónidas se llevó la Bota de Oro por sus siete tantos y el recibimiento de los brasileños a sus jugadores cuando regresaron a casa fue memorable.

Eso sí, la osadía (o la precaución) de Pimenta le costó muy cara a Brasil, que habría de esperar 12 años más para jugar su primera final de un mundial (el que perdería en Maracaná ante Uruguay en 1950) y 20 para ganarla (en Suecia en 1958), con los jóvenes Pelé y Garrincha de protagonistas... 

Pero eso ya es otra historia.