"El fútbol es la única religión que no tiene ateos", Eduardo Galeano

viernes, 16 de noviembre de 2007

El Maracanazo, la catástrofe sobre la que Brasil forjó su legendaria historia en la Copa del Mundo

Brasil no sólo es la selección que más títulos mundiales ostenta, no sólo es la única pentacampeona del mundo hasta el momento, sino que tiene otros récords nada desdeñables en un campeonato tan exigente, peculiar y complejo como la Copa del Mundo.

De entrada, la canarinha es la única selección que ha estado presente en todos los Mundiales. Desde el primero, celebrado en Uruguay en 1930, hasta el último, que se está disputando ahora mismo en Catar en 2022. La suma nos da 22 torneos, un hito del que ninguna otra selección del mundo puede presumir.

Brasil tuvo que esperar hasta 1958, en el sexto torneo de la historia, para ganar levantar su primera Copa del Mundo. Pero lo hizo a lo grande, en continente enemigo, en Europa, en Suecia, gesta que nadie volvió a repetir hasta que los alemanes ganaron el Mundial de Brasil 2014 cincuenta y cinco años después.

Repitió título la verdeamarelha en 1962 en Chile, para igualar en títulos a Uruguay e Italia. Ganó el Mundial más espectacular que se recuerda, el de México 70, y se quedó la Copa Jules Rimet en propiedad al ser la primera selección que ganaba el torneo en tres ocasiones. En Estados Unidos 1994 consiguió su cuarto entorchado, y redondeó su cuenta con el quinto en 2002, la primera vez que un Mundial no se disputaba ni en Europa ni en América, en el primer Mundial asiático, en el primer Mundial del siglo XXI, en la sorprendente Copa del Mundo de Corea y Japón.

Pero, para que la selección más importante de la historia del fútbol empezara a escribir las primeras líneas de sus páginas doradas, primero hubo de padecer el drama futbolístico y social más importante de la historia del fútbol: el Maracanazo.

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Brasil organizó el torneo de 1950, el primer Mundial después de la Segunda Guerra Mundial, tras un parón de 12 años. El país no había sufrido como otros los desastrosos efectos de la guerra y vivía un periodo de estabilidad económica y social y de efervescencia cultural notable. Para los brasileños, organizar la Copa del Mundo de fútbol era un auténtico honor, una responsabilidad y una manera de darse a conocer al mundo de la mejor manera posible, a través de la pelota. Quizá por eso, construyeron el estadio más grande y moderno del momento, Maracaná, con capacidad para 200.000 espectadores, en la ciudad de Río de Janeiro.

En ese nuevo y monumental estadio se disputarían los partidos más importantes del torneo, que no la final, ya que el de Brasil fue el primer y único Mundial que no tuvo final propiamente dicha, aunque después la pelota se encargó, como siempre, de dictar sentencia y, como tal, fue la pelota la que declaró que el partido entre Brasil y Uruguay sería, sin ser una final, la final más recordada de una Copa del Mundo.

La canarinha presentó en el Mundial una selección de campanillas, dirigida desde el banquillo por Flavio Costa, que se había impuesto con una solvencia inusitada en el Sudamericano de 1949, también disputado en tierras brasileras. En ambos casos, el Sudamericano y el Mundial, faltaba Argentina, inmersa en una disputa con la Confederación Brasileña de Fútbol y también en una disputa interna con sus propios jugadores, que decidió no acudir a ninguna de las dos competiciones. Aún así, el triunfo de los Barbosa, Ademir, Jair, Chico, Zizinho y compañía en el Sudamericano fue incontestable y también un aviso a navegantes. Si alguien quería el título Mundial debería peleárselo a los brasileros.

Al potencial del equipo anfitrión había que añadir que Italia, la última campeona del mundo, aunque su título datara de 1938, de la época de Pozzo, había perdido a la mayoría de sus mejores jugadores en la tragedia aérea de Superga, cuando el avión que transportaba a los jugadores del mejor Torino de la historia se estrelló, pereciendo todos en el accidente.

Así pues, la lista de grandes rivales que aparecían en el horizonte brasilero se ceñía a Inglaterra, que debutaba en una Copa del Mundo; a Suecia, campeona olímpica en Londres dos años antes; y, como mucho, a una Uruguay desconcertante que hacía tiempo que no lucía sus mejores galas, pero que era competitiva como pocas y que había levantado la Copa del Mundo en la única ocasión que la había disputado.

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La primera fase despejó algunas dudas. La primera, el papel de Inglaterra, que se fue a casa a las primeras de cambio tras caer ante Estados Unidos en el llamado Milagro de Belo Horizonte (0-1) y volver a tropezar ante España en el partido que cerraba el grupo (0-1). Los británicos no serían rival para los brasileños. En todo caso, España, que se clasificó para la final a cuatro que había decretado la organización.

Suecia sí cumplió con las expectativas, aunque con suspense. La campeona olímpica derrotó a una Italia marcada por la tragedia de Superga. Sin los futbolistas del Torino fallecidos en el accidente de avión y tras una interminable travesía oceánica por miedo a que volviera a ocurrir otra tragedia, los campeones del mundo cayeron por 3 goles a 2 ante los escandinavos. Pero después los suecos empataron a dos tantos ante Paraguay, por lo que los guaraníes tenían opciones de clasificarse si derrotaban a Italia en el partido que cerraba este grupo de tres selecciones. Sin embargo, la calidad y el orgullo de la azzurra fueron un escollo insalvable para Paraguay, que se despidió del torneo tras caer por 2 goles a 0 ante Italia. Suecia se metía en el cuadrangular final.

La Garra Charrúa fue quien más fácil lo tuvo para acceder a la fase final. De su grupo se cayeron India y Turquía, que renunciaron a participar en el torneo pese a haberse clasificado, así que los orientales se enfrentarían a Bolivia a partido único. Uruguay no tuvo piedad y venció con un rotundo 8 a 0 en el que destacó el delantero centro Óscar Míguez, que anotó tres tantos, y cómo no, su gran estrella, Schiaffino, que anotó dos más y llevó el timón del juego del equipo.

Brasil, evidentemente, completó el cupo de equipos que disputarían el cuadrangular final, aunque no enamoró a sus aficionados en una primera fase casi de tanteo y donde los futbolistas empezaron tensos, con la responsabilidad de ganar el torneo pesando como una losa sobre sus espaldas. Los anfitriones llenaron Maracaná en su debut ante México y, aunque el partido acabó con un incontestables 4 a 0 para los brasileros, a los de Flavio Costa les costó mucho cerrar el partido. Ademir había adelantado a los anfitriones a los 30 minutos, pero los espectadores hubieron de esperar al cuarto de hora final para celebrar definitivamente su primer triunfo. Jair hizo el segundo, Baltazar el tercero y Ademir repitió para cerrar la goleada.

El partido ante Suiza parecía un mero trámite, sobre todo tras la derrota de los helvéticos ante Yugoslavia (3-0), la única selección que parecía poder inquietar a los anfitriones. Sin embargo, las estrellas brasileñas se encontraron con un equipo serio, ordenado y muy cerrado, poniendo en práctica el famoso cerrojo suizo, una especie de reelaboración autóctona del catenaccio. Y eso que Alfredo había adelantado a Brasil a los tres minutos de juego en lo que parecía el inicio de una exhibición. Pero los suizos empataron un cuarto de hora más tarde por mediación de Jackie Fatton y sembraron de dudas a los de Flavio Costa, que no encontraban la forma de acercarse con peligro a la meta de Stuber. De todas formas, la calidad de los anfitriones la puso de manifiesto Baltazar a los 32 minutos, cuando volvió a adelantar a Brasil para delirio de todo el estadio Pacaembí. Pero los suizos aguantaron de pie y llegaron al final del partido con el marcador ajustado, llevando el runrún a la grada. Al final, a falta de dos minutos, Jackie Fatton se aprovechó otra vez del nerviosismo local y anotó un empate a dos que no sentó nada bien a la torcida brasilera.

El choque ante Yugoslavia, que había derrotado también a México con claridad (4-1) para liderar momentáneamente el grupo, se había convertido en una final antes de tiempo. Si los de Flavio Costa no eran capaces de vencer en Maracaná se despedirían del torneo. Pero para ese partido el técnico ya había dado con la tecla y confeccionó un once que repetiría en toda la segunda fase con levísimos retoques. Barbosa en portería y Agusto y Juvenal en defensa eran intocables y habían jugado todos los minutos del torneo. Por delante de ellos alineó Costa en el centro del campo a Alvim, escoltado por Bigode y Bauer y arriba cinco atacantes temibles: Chico, Jair, Ademir, Zizinho y Maneca (Friaca le quitaría el puesto en la final ante Uruguay). Ademir anotó su tercer tanto en el torneo a los cuatro minutos y la torcida respiró. Zizinho hizo el segundo mediada la segunda parte para sentenciar el choque y cerrar definitivamente una clasificación que se había sufrido más de lo esperado. Pero, finalmente, Brasil optaría a levantar su primera Copa de Mundo ante su público.

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Hasta la fase final habían llegado las selecciones de España, Suecia, Uruguay y Brasil, pero no habría semifinales y final, sino una liguilla en la que jugarían todos contra todos. El campeón de la liguilla levantaría la Copa del Mundo.

Uruguay, una auténtica incógnita tras haber disputado un solo encuentro ante una débil Bolivia, empezó renqueante el grupo final en Pacaembú, ya que empató a dos goles con España, mientras Brasil vapuleaba a Suecia en Maracaná con un contundente 7 a 1. La máquina brasileña por fin se había engrasado y los de Flavio Costa disfrutaron e hicieron disfrutar a su público en un encuentro en el que Ademir hizo cuatro tantos para alcanzar ya los siete en todo el torneo. Cuando Sune Andersson hizo el gol del honor escandinavo los brasileños ya ganaban cinco a cero. Aún anotarían Maneca y Chico para dar un golpe rotundo sobre la mesa.

En la segunda jornada, la Garra Charrúa se deshizo de Suecia, de nuevo en Pacaembú, con muchísimas dificultades, remontando un encuentro que perdía 1 a 2 al descanso. Dos goles de Óscar Míguel en la recta final del encuentro dieron el triunfo a Uruguay por 3 a 2. Un resultado que mantenía a los orientales vivos en la pelea por el título, aunque parecía una quimera ganar a Brasil en Maracaná en el último partido, que era el único resultado que haría campeón del mundo a Uruguay.

Porque los brasileños habían vuelto a exhibirse ante España como cuatro días antes hicieran contra Suecia. A la media hora de juego, Ademir, Jair y Chico habían batido ya a Ramallets, el gato de Maracaná, y el estadio era un auténtico carnaval. En la segunda mitad, repitieron Ademir y Chico y Zizinho se sumó a la fiesta para poner un 6 a 0 en el marcador que maquilló Igoa con el gol del honor a falta de veinte minutos para el final. Brasil entera salió a la calle para celebrar el campeonato tras el encuentro, dando por hecho que la victoria ante Uruguay era un mero trámite. Como quien se presenta cada día en la oficina.

Los medios de comunicación sacaron portadas con la foto de los integrantes de la selección brasileña proclamándolos campeones del mundo antes de tiempo. Los mismos directivos de la selección uruguaya animaban a sus jugadores diciéndoles que con que no les metieran cuatro en la final habrían cumplido y hasta el presidente de la FIFA tenía preparado su discurso en portugués y una ceremonia espectacular para entregar la Copa a los brasileños. Pero la Garra Charrúa nunca será un convidado de piedra. Y no lo fue en Maracaná. Faltaría más.

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El 16 de julio de 1950, a las 15:00, en Pacaembú empezaba un partido entre Suecia y España que sólo interesaba a esas dos selecciones. Acabó con victoria sueca por 3 tantos a 1 y dio a los escandinavos el tercer puesto en el Mundial. Los españoles acabaron cuartos.

Pero ese mismo 16 de julio de 1950, también a las 15:00, los ojos del mundo estaban puestos en Maracaná, donde los brasileños se disponían a rubricar una segunda fase extraordinaria con una victoria que les permitiera levantar la Copa del Mundo por primera vez en su historia. En realidad, ni siquiera necesitaban ganar. Con un empate les bastaba. Pero los de Flavio Costa querían ofrecerles una victoria a los 200.000 espectadores que llenaban el estadio de Maracaná y a los aficionados de todo el país. Pero...

El Negro Varela ya salía al césped animando a sus compañeros uruguayos, intentando hacerse oír entre el griterío ensordecedor que se apoderó de todo el estadio: “Los de afuera son de palo, viejos. Jugamos once contra once”. Y el árbitro inglés George Reader pitó para dar por iniciado el último partido de la Copa del Mundo de 1950.

La primera parte fue un acto de resistencia y valentía uruguaya ante una Brasil que no encontraba el camino para hacer daño a los orientales. Una primera parte que acabó sin goles y que metió el miedo en el cuerpo de los aficionados y, sobre todo, de los futbolistas brasileños, que no esperaban tanta resistencia. Se creían que les iban a hacer el pasillo… pero lo cierto es que las ocasiones más claras fueron uruguayas. Bigode ya había demostrado a los siete minutos cuánto iba a sufrir con Ghiggia esa tarde cuando lo derribó tras el enésimo quiebro del charrúa. Al cuarto de hora, Schiaffino no pudo precisar su remate tras un centro de Morán. Ademir respondió con un cabezazo que envió el portero Máspoli a córner con apuros en la única ocasión clara de Brasil en toda la primera mitad. De hecho, la sensación de miedo se incrementó porque a dos minutos del final de la primera parte Óscar Míguez recogió un mal rechace de Bauer y remató con fe para estrellar la pelota en el palo de Barbosa. El susto en el cuerpo les duró a los aficionados brasileños todo el descanso.

Sin embargo, tras el paso por los vestuarios, el escenario cambió radicalmente porque los brasileiros se adelantaron a los dos minutos. Zizinho cedió la pelota a Ademir en tres cuartos de campo, el goleador le metió un pase preciso a Friaca al espacio y el extremo brasileño remató cruzado ante Máspoli para hacer estallar de júbilo y alegría a las 200.000 personas que llenaban Maracaná y a un país entero que lo oía por la radio. Mientras, Obdulio Varela reclamaba al colegiado un fuera de juego inexistente una y otra vez, una y otra vez, intentando rebajar la euforia brasileña y frenar la hipotética avalancha que se les venía encima. Y así, poco a poco, Uruguay empezó a contener las oleadas ofensivas brasileñas y fue acercándose con peligro a la meta de Barbosa ante la incredulidad de una grada que no acababa de sentirse cómoda y a salvo ante la amenaza charrúa.

Schiaffino avisó con un tiro desviado tras una magnífica jugada de Julio Pérez a los ocho minutos del segundo tiempo. Catorce minutos más tarde, el goleador de Peñarol haría enmudecer Maracaná. Ghiggia se la lió a Bigode por enésima vez en la banda derecha, entró al área brasileña y centró para la llegada de Schiaffino, que se sacó un remate a la media vuelta imparable para Barbosa. Quedaban 23 minutos de encuentro y el marcador reflejaba un sorprendente e inesperado uno a uno. Y lo peor estaba por llegar. Porque Ghiggia volvió a superar a Bigode y a centrar de nuevo para un Schiaffino que esta vez no acertó con un cabezazo que envió fuera por poco. En ese instante, el miedo se había convertido en pánico en el estadio.

Y pasó lo que se intuía que pasaría. Que Uruguay marcó de nuevo. Corría el minuto 34 del segundo tiempo y Julio Pérez y Ghiggia se pasaron varias veces la pelota en tres cuartos de campo sin que los brasileños pudieran robársela. Al final, Pérez le envía un pase largo a Ghiggia. El extremo supera en velocidad a Bigote y entra por la derecha en el área brasileña. Barbosa cree que va a centrar como en el primer gol y da un pasito a su derecha. Corto, pero suficiente. Porque Ghiggia golpea directamente a portería, al palo de Barbosa, que rectifica y se lanza al suelo a intentar atrapar la pelota. La toca con la yema de los dedos, pero un silencio sepulcral se ha apoderado del estadio. Barbosa se gira sólo para comprobar lo inevitable: el balón está en el fondo de su portería y ahora Uruguay es campeón del mundo.

Aún le quedan a Brasil unos diez minutos para intentar hacer el gol del empate que les daría la Copa del Mundo, pero ya nadie es capaz de echarse el equipo a la espalda con un estadio absolutamente petrificado, callado, hundido, abatido, deprimido. Como todo un país. Y llegó el final del encuentro y Obdulio Varela recibió la Copa en un rincón del estadio, casi a escondidas, de la mano de Jules Rimet, que no pudo sacar del bolsillo el discurso que tenía escrito en portugués felicitando al campeón.

***

La dimensión de lo que significó el Maracanazo para Brasil es muy difícil de calibrar. Se habla de suicidios ya en el mismo estadio. Se habla de una profunda pena colectiva, de una tremenda herida que sólo empezaría a cerrar con la irrupción de Pelé y Garrincha en la Copa del Mundo de Suecia de 1958, ocho años más tarde. Se habla del martirio que hubo de padecer Barbosa, el guardameta de Brasil, arrinconado por todos durante toda su vida, y, en menor medida, algunos compañeros de selección. Se habla de que Brasil, que jugó el Mundial de blanco, cambió de indumentaria tras el desastre y estrenó la verdeamarelha que, a partir de ese momento, identificó a la selección brasileña y con la que alcanzaría la gloria.

Y de esa tremenda derrota que nadie esperaba, de esa pesadilla que quedó grabada a fuego en los corazones de todos los brasileños, los de entonces y los que vendrían después, de los rescoldos de esa hoguera nació una selección mítica que se hubo de sobreponer a la mayor derrota de su historia para empezar a escribir otra totalmente gloriosa. Porque primero hubo de venir el Maracanazo, para que Brasil fuera Brasil.

Sesenta y cuatro años más tarde, ya con las cinco estrellas bordadas en su camiseta verdeamarelha, Brasil volvió a sufrir otra pesadilla. De nuevo en casa, ante su gente. Esta vez en Belo Horizonte, en el estadio Mineirao. De nuevo en la Copa del Mundo. Esta vez en semifinales. Esta vez fue Alemania la que trastabilló la conciencia futbolística de todo un país venciendo a Brasil por 7 goles a 1 en la mayor goleada que ha recibido la canarinha en toda su historia. Por analogía con el Maracanazo se le llamó el Mineirazo. De ese segundo desastre en la Copa del Mundo intenta levantarse ahora Brasil. Sólo tiene que mirar atrás, recordar su propia historia. Porque del monumental desastre de 1950 se levantó. ¡Y de qué manera!

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